Por Antonio Alcalde Fernández

Cuando se van a cumplir los sesenta años de la constitución Sacrosanctum Concilium del Vaticano II, se impone una nueva reflexión sobre la música sagrada. El concilio Vaticano II supuso una nueva orientación de la música sagrada, marcada, principalmente, por su finalidad: la participación plena, consciente y activa.

 

Participación plena, por tanto, de toda la persona: entendimiento, voluntad, sentimientos; consciente, es decir, que siente, piensa, quiere y obra con conocimiento de lo que hace, y activa, es decir, con aclamaciones, respuestas, cantos, acciones o gestos y posturas corporales.

Dice la citada Constitución en el nº 14: «La Santa Madre Iglesia desea ardientemente que se lleve a todos los fieles a aquella participación plena, consciente y activa en las celebraciones litúrgicas que exige la naturaleza de la liturgia misma»; y en el nº 114: «Los obispos y demás pastores de almas procuren cuidadosamente que, en cualquier acción sagrada con canto, toda la comunidad de los fieles aporte la participación activa que le corresponde».

La participación de los fieles en la liturgia se ha enriquecido extraordinariamente de contenido teológico y pastoral desde el Vaticano II.

Hoy se impone, sin excluir la participación plena, consciente y activa, una nueva orientación marcada sobre todo por su calidad: digna, noble y artística. Es otra forma de expresar la belleza del canto.

La sencillez jamás ha estado reñida con la nobleza de estilo ni con la calidad. Las exigencias de una mayor participación del pueblo no deben amparar carencias ni incompetencias, mucho menos osadías que comprometen no solo valores musicales, sino, lo que es peor, educativos, doctrinales y pastorales.

El canto, como parte necesaria e integrante de la liturgia, y no como adorno estético, es tan- to un medio apto y singular para la expresión y celebración de la fe como para la participación plena y consciente de los fieles en la liturgia, por- que el canto renueva por dentro al fiel y a toda la asamblea reunida. Por eso tiene tanta importancia en la formación de cada creyente, de cada comunidad y de cada asamblea.

En la Sacrosanctum Concilium están contenidos los tres pilares del canto litúrgico, a saber, música, texto y rito: «El canto sagrado, unido a las palabras, es parte necesaria e integrante de la liturgia solemne» (SC 112). Por tanto, las mis- mas ideas que el Concilio recupera en el ámbito de la liturgia en general se aplican, lógicamente, al canto sagrado:

  1. Si la liturgia ha vuelto a ser una acción de toda la comunidad reunida, también la mú- sica debe ser cosa de todos, y no privilegio exclusivo del coro o de unos cuantos.
  2. La participación activa en la liturgia –expresión clave de toda la renovación litúrgica– aparece repetidamente en todo el capítulo VI, referido a la música.
  3. Los criterios con respecto al uso de la len- gua vulgar, a la participación de los fieles, al afán de sencillez dentro de la dignidad, a la transparencia y la inculturación, de- ben aplicarse también a la música.

«La participación de los fieles en la liturgia se ha enriquecido extraordinariamente de contenido teológico y pastoral desde el Vaticano II»

Por consiguiente, la música y el canto no son simple adorno añadido a la acción litúrgica. Al contrario, constituyen una realidad unitaria con la celebración, permitiendo la profundización y la interiorización de los misterios divinos.

La música da a las palabras un espacio nuevo y las hace «bellas»

Al dar la música a las palabras un espacio nuevo, dándoles su fuerza de impregnación, la calidad del repertorio que elijamos o seleccionemos hará que el canto sea una oportunidad para la fe de la comunidad y su celebración, un catecismo para nuestras asambleas. A través del canto expresa- mos la fe, la vivimos, la anunciamos, la testimo- niamos y la transmitimos. Por tanto, es fuente y reflejo de la manera de creer, de la espiritualidad, de la eclesiología, del tipo de evangelización, de la manera de vivir y transmitir la fe. Si a principios del siglo XX se cantaba: «Sálvame, Virgen Ma- ría», «Dueño de mi vida», «La puerta del sagrario», «Cantemos al amor de los amores» (1911); al lle-

gar a la década de los años cincuenta y sesenta se cantaba «De rodillas, Señor, ante el sagrario», «Nuevos misioneros de la gran milicia»… En la década de los setenta y ochenta se cantaban las canciones con «mensaje», de tipo social. Es la época del «compromiso». Los textos de los cantos, más que dirigirse a Dios, se dirigen al oyente para catequizarlo, moverlo al compromiso o denunciar las situaciones de injusticia. Eran cantos más informantes de la fe que confesantes de la misma.

Cantar la fe es celebrarla y gozarla

Cuando a san Pío X, siendo canónigo en Treviso, le preguntaron: «¿Qué cantamos en la misa?», su respuesta fue decisiva, emblemática y sugerente:

«Cantar la misa», es decir, aquello que pertenece por esencia a la misa: los cantos del Ordinario que son los que se constituyen como un memo- rial de la comunidad cristiana. Esto nos lleva a dar un paso decisivo en la música para la misa: lograr dar el paso de una liturgia con cantos a una liturgia cantada, de una liturgia con cantos periféricos a la celebración a una liturgia con sus cantos nucleares.

La música que se produce en el interior de la celebración es el signo simbólico de lo que se está celebrando. Su música ya no es de por sí música de arte en el sentido actual de la expresión, sino música ritual al servicio del texto. La calidad musical del canto de un prefacio o de las respuestas de la asamblea, del «Señor ten piedad», «Santo», «Gloria» o «Cordero de Dios» no se han de medir según las normas de una estética puramente musical, sino a partir de lo que es un prefacio, una aclamación o un canto del Ordina- rio. Por otro lado, el canto nos va a dar la clave de la celebración, si cantamos en clave individual o comunitaria, personalista o de asamblea que celebra, en clave de sentir con la Iglesia o en clave de «mi iglesia» o grupo al que pertenezco, en clave de amenizar o en clave de participar.

 

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