Antonio Lara - Presbítero de la Iglesia de Jaén

  La Navidad es la fiesta de la nueva creación, de la belleza del cosmos, de la gloria de Dios. Gloria que conocían los ángeles cuando cantaron: «Gloria in excelsis Deo». Esa misma gloria, que con su claridad envolvió a los pastores, que velaban en la noche su rebaño.    
Han pasado ocho años de la Carta encíclica Laudato si’ (24 de mayo de 2015), donde el papa  Francisco  mostraba su preocupación por el cuidado de la casa común. Pero el pontífice sigue advirtiendo que el mundo continúa desmoronándose, «quizás acercándose a un punto de quiebre» (Laudate Deum 2). Fruto de esta preocupación ha sido la nueva Exhortación apostólica sobre la crisis climática (4 de octubre de 2023). El papa concluye con la afirmación que podríamos considerar la clave de todo el documento: «un ser humano que pretende ocupar el lugar de Dios se convierte en el peor peligro para sí mismo» (LD 73).

La preocupación de Francisco ha motivado en mí esta breve reflexión, cuando celebramos el Nacimiento de nuestro Señor Jesucristo según la carne. Pero para comprender la Navidad, desde una clave cosmológica, es necesario acercarnos al mensaje de la liturgia. Los textos durante el Adviento nos han venido introduciendo progresivamente en el misterio de la nueva creación: «Alégrese el cielo, goce la tierra, retumbe el mar y cuanto lo llena; vitoreen los campos y cuanto hay en ellos, aclamen los árboles del bosque» (Sal 95: martes, II sem.).

La manifestación del Señor llega a los que se han convertido en una «nueva creación»: «Oh, Dios, que por medio de tu Unigénito has hecho de nosotros “criaturas nuevas”» (or. col., martes II sem. Adv.); «Oh, Dios, restáuranos, que brille tu rostro y nos salve… Dios del universo, vuélvete: mira desde el cielo, fíjate, ven a visitar tu viña» (Sal 79: sábado, II sem.). «Cielos, destilad desde lo alto al Justo» (Sal 84: miérc. III sem.). La creación entera aguarda expectante esta plena manifestación (cf. Rom 8, 19-22).

La primera creación y la nueva creación

Esta hermosa «sinfonía cósmica» se prolonga, apareciendo el paralelismo entre la «primera creación» –con el primer Adán–, y la «nueva creación» en Cristo –nuevo Adán–: «Rey de las naciones y piedra angular de la Iglesia, ven y salva al hombre que tú formaste del barro de la tierra» (vers. Aleluya, días 22 y 23 dic.). Desde el principio del mundo, Dios manifestó su designio de salvación. Toda la riqueza espiritual se va desplegando progresivamente durante la Navidad: «Sol que naces de lo alto, resplandor de la luz eterna, sol de justicia, ven ahora a iluminar a los que viven en tinieblas y en sombras de muerte» (día 24). La Iglesia celebra la Navidad, convirtiéndola en el inicio de una nueva creación, que nos llevará a la Pascua. El papa san León Magno (s. IV-V) -que ha inspirado las grandes oraciones litúrgicas de la Navidad recoge toda esta temática espiritual de la glorificación del cosmos.

Existe una relación entre el Nacimiento de Cristo y la restauración cósmica, cuyo punto de partida nos vino con la Encarnación del Hijo de Dios, el Verbo, la Palabra hecha carne. Recogido en el prólogo de san Juan (cf. 1,1-18), la lectura principal de la Navidad. De entre todos los textos eucarísticos, la plegaria que mejor sintetiza esta dimensión cósmica es el prefacio II de Navidad: «Porque en el misterio santo que hoy celebramos, el que era invisible en su naturaleza se hace visible al adoptar la nuestra; el Eterno, engendrado antes del tiempo, comparte nuestra vida temporal para reconstruir todo el universo al asumir en sí todo lo caído, para llamar de nuevo al reino de los cielos al hombre descarriado». Aparece la doctrina paulina sobre la «recapitulación», la unificación de todas las cosas en Cristo (cf Ef 1,10). El tema pascual, de la reintegración del universo y del género humano, es recogido en una homilía de san León (Serm., 22,2).

Junto al pesebre contemplamos a María, la nueva Eva

Contemplamos al Hijo de Dios en un establo, que representa la tierra maltratada (1), imagen de nuestro cuerpo débil y deteriorado. Y del cosmos desfigurado y herido. De un mundo explotado, contaminado, egoísta. Y, junto al pesebre, contemplamos a María, la nueva Eva, la tierra nueva del verdadero paraíso (2), con la que se inicia la restauración del cosmos y de la historia.

Amadeo de Lausana lo expresó de esta forma: «Porque de la misma manera que el viejo Adán fue formado a partir de una tierra incorrupta y perfectamente sana, una tierra virgen produjo para la tierra al nuevo Adán» (3). Porque «todo fue creado por medio de Él y para Él» (Col 1,16). La Navidad es la fiesta de la gloria de Dios simbolizada también en la estrella que condujo a los magos. En el misterio de la Epifanía, la luz de Cristo llega a los confines de la tierra. Una luz humilde en el silencio del mundo, como fue la de san José, el custodio y protector del universo.

Concluyo mi reflexión acudiendo al pensamiento de Pierre Teilhard de Chardin. Él sitúa los grandes períodos de la evolución –del inicio del mundo, de la aparición y desarrollo de la vida, y del hombre– hacia la persona de Cristo, el «Punto Omega» de la creación: el «Cristo Cósmico» hacia el que converge todo. (4) Y Teilhard lo extiende a la Eucaristía y a todo el cosmos. Porque cada Eucaristía es una «Misa sobre el mundo». (5) Desde la misma liturgia de la Navidad se nos hace una invitación, para que cuidemos la naturaleza. Viviendo la austeridad y la sobriedad en el uso de las cosas. Alejándonos del consumismo, que sólo se asombra ante los encendidos de las bombillas, el intercambio de regalos o las cenas de empresa. Porque «divinizar no es destruir, sino sobrecrear». (6)

Y ese proceso de divinización, de intercambio divino, es el que se produce en la Navidad: «Oh, Dios, que estableciste admirablemente la dignidad del  hombre y la restauraste de modo aún más admirable, concédenos compartir la divinidad de aquel que se dignó participar de la condición humana» (cf. or. col. Misa del día). Los cristianos recobramos la dignidad perdida el día de nuestro bautismo (cf. Serm., 1,1-3). Regresemos al interior de nuestras iglesias y celebremos la Eucaristía. Sobre el altar, en los grandes dones eucarísticos, encontramos al Niño Dios, al rey del universo, al príncipe de la paz. Donde el Padre continúa pronunciando su Palabra, haciéndose el Hijo presente en ella. Convirtiéndonos, después de comulgarlo, en la casa, en el pesebre. Donde nos arrodillamos, para adorarle y ofrecerle los pañales y el calor de nuestro amor. Las buenas obras de la nueva creación –

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1 Gregorio de Nisa desarrolló esta temática comentando el versículo: «Y puso su morada entre nosotros».

2 Cf. Luis Mª Griñón de Monfort, Tratado de la Verdadera Devoción a la Santísima Virgen María.

3  Amadeo de Lausana, Homilía tercera, 1980: 185.

4 Cf Hernando de Plaza Arteaga, Teilhard de Chardin: una visión dinámica de la evolución cultural, Theologica Xaveriana 46/1 (enero-marzo 1996), 13ss.

5 Pierre Teilhard  de  Chardin, La misa sobre el mundo, Acción Cultural Cristiana, Madrid 1998. En el día de la Transfiguración (6-VIII-1923-2023) se han cumplido cien años de su experiencia en el desierto de Ordos (China).

6  Fernande TardiveL, Pensamientos escogidos por en Pierre Teilhard de Chardin,  Himno  del  Universo, Taurus 1967, 117.

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