¿SE PUEDE CELEBRAR
«MANTENIENDO LAS DISTANCIAS»?

Lino Emilio Díez Valladares, SSS (Párroco de Nuestra Señor del Santísimo Sacramento, Madrid)

Hablar de liturgia en tiempo de coronavirus puede parecer un discurso fuera de lugar, una divagación inútil. Las iglesias cerradas, o con aforos restringidos, no pueden acoger las asambleas de fieles.

La celebración es la traducción ritual, en signos, gestos y palabras, del gran amor de Dios por la humanidad, de su santificación en los encuentros con el hombre y de la glorificación que este rinde a su Dios. Sin embargo, los gestos que hasta la llegada de la COVID-19 decían amor, reconciliación, cercanía (gesto de la paz, apretón de manos, abrazo entre el obispo y el ordenando en el rito de ordenación, etc.), fueron desterrados y se convirtieron en los gestos más peligrosos del momento. «Positivo» fue la palabra más «negativa» del año 2020; «asamblea», el término que indica el pueblo de Dios reunido para celebrar el culto (elemento indispensable de la celebración cristiana), se convirtió en sinónimo de «reunión», y por lo tanto algo a evitar o al menos regular cuidadosamente. En estos meses hemos comprendido que no darnos la mano, no abrazarnos, no darnos la paz, «mantener la distancia» entre nosotros era un signo de amor, caridad y atención hacia nuestros hermanos y hermanas. Pero en realidad esta no es la gramática de la liturgia…

La liturgia vive de los lenguajes corporales. Es todo el cuerpo el que habla, escucha, canta, come, etc., asumiendo de vez en cuando las posiciones y actitudes correspondientes al dinamismo de la celebración. El cuerpo es lavado, ungido, perfumado, incensado. Hablar de participación interna y externa como dos momentos diferentes y separables es ambiguo y desviante. El concilio Vaticano II tuvo el mérito de condensar en una expresión lapidaria y ya conocida las modalidades de participación: per ritus et preces id [= mysterium fidei] bene intellegentes (SC 48). Los ritos y las oraciones no son una realidad externa, sino que son la mediación por la que se accede al Misterio que se celebra. En tiempos de pandemia, obligados a reducir al mínimo ciertos gestos rituales, corremos el riesgo de confiarnos a las palabras del rito, al lenguaje verbal. Ni podemos ni debemos olvidar que el lenguaje verbal ha de situarse dentro de la vivacidad expresiva de los gestos litúrgicos.

La liturgia exige proximidad, cercanía

Será necesario, entonces, volver a aprender el alfabeto de los gestos litúrgicos que tiene un profundo sentido y valor que se apoya no solo en el rito, sino en la antropología que ve al hombre como un ser en relación, que necesita del otro, de su cercanía, de su contacto. Y también el rito necesita relación, cercanía, contacto, para decir un solo pueblo que alaba y adora a su Dios. Hemos de redescubrir también una renovada relación con los espacios litúrgicos, saliendo de la atrofia del espacio litúrgico confinado, durante demasiados meses en nuestras casas donde la cocina, la sala de estar, los dormitorios se han convertido en «espacio litúrgico» delante de un monitor.

Si hay algo que no puede ser virtual es el rito cristiano. Los sacramentos exigen una proximidad física. Comunican la gracia por contagio, por cercanía, porque el amor de Dios es inseparable del amor del prójimo. Y precisamente este –el amor al prójimo– fue el motivo por el que, al propagarse la pandemia de la misma manera –por contagio, por cercanía–, nos vimos privados de la Eucaristía…

Como la Iglesia normalmente exige que se comulgue por lo menos en Pascua, algunos juzgaron positivo discutir la medida del confinamiento total, e incluso desafiarla. Mejor, meditarla. Vivir la Pascua con esta privación es también reconocer que el cristianismo no es un espiritualismo, sino que es la religión de la Encarnación, donde lo más espiritual se encuentra con lo más carnal, donde el don de la gracia pasa por un sacerdote poco expresivo, tener un vecino de banco en la iglesia antipático y masticar un insípido trozo de pan.

¿Cómo se puede celebrar a distancia? Por ejemplo, la Eucaristía, que originalmente fue una «cena compartida»… ¿Cena alguien por el hecho de ver en la televisión que otros cenan?

Celebramos en comunidad

Hablar de liturgia en tiempo de coronavirus puede parecer un discurso fuera de lugar, una divagación inútil. Las iglesias cerradas, o con aforos restringidos, no pueden acoger las asambleas de fieles.

«Las acciones litúrgicas no son acciones privadas» (SC 26), en cuanto «obra de Cristo sacerdote y de su cuerpo, que es la Iglesia» (SC 7) son comunitarias por naturaleza. Podemos enumerar los sujetos-Iglesia de modo progresivo: asamblea, Iglesia local/particular, Iglesia universal. La asamblea es la Iglesia local que celebra en un lugar concreto y en un tiempo determinado. Cada comunidad litúrgica representa la universal, de la que las Iglesias particulares se sienten parte y son reunidas para formar la única Iglesia de Cristo.

Así, la acción litúrgica, siendo por su naturaleza comunitaria, requiere la participación personal. En estos meses tan excepcionales, muchos fieles, comunidades religiosas, siguieron y siguen la retransmisión televisiva de la Misa en directo, a través de múltiples medios. Aunque no se trata de una verdadera «participación», es un modo de unirse espiritualmente a la celebración eucarística que tiene sus aspectos positivos: la palabra de Dios se proclama y se comenta en directo, y puede suscitar la oración y el sentido de comunión espiritual con el Señor y con quienes celebran el rito eucarístico.

Foto por Josh Applegate en Unsplash

Una oportunidad a aprovechar

En estas circunstancias, en las que nos vimos obligados a estar en casa, se nos ofreció una oportunidad para redescubrir la dimensión eclesial y cultual de la familia (o de la pequeña comunidad religiosa). Como afirma el Vaticano II, la familia puede ser considerada «Iglesia doméstica» en la que padres e hijos son anunciadores de la fe con la palabra y el ejemplo (cf LG 11). En esta «Iglesia doméstica» se puede celebrar una «liturgia doméstica» con la oración común antes de las comidas, la lectura de la palabra de Dios y otras iniciativas o prácticas tradicionales como el Ángelus/ Regina coeli, el Rosario. A ello se podría añadir el celebrar juntos alguna parte de la Liturgia de las Horas, aunque sea con formatos más sencillos que el oficial, adaptado a la realidad familiar…

Las restricciones de este tiempo –nadie puede saber con seguridad cuánto durarán– son una ocasión para no echar en falta el rito como tal sino para vivirlo desde la circunstancia en la que nos encontramos, teniendo como contenido de fe no la celebración ritual dirigida por el clero, sino la propia vida que en tantos momentos y de tantas maneras experimenta el Misterio pascual y descubre la fuerza de la resurrección de Jesús. En otras palabras, tenemos ante nosotros la oportunidad de «vivir la fe» y «celebrar la vida» en el seno de la Iglesia doméstica.

Cuando, entre los cristianos, nacieron los sacramentos, no existían los actuales medios de comunicación. Nos vendría bien recordar (o aprender) que en los primeros siglos, cuando las prácticas sacramentales no estaban tan organizadas y reglamentadas como ahora, ni siquiera se sabía cuántos eran los sacramentos, fue precisamente entonces cuando el cristianismo floreció con más vigor y más pujanza.

Los gestos que hasta la llegada de la COVID-19 decían amor, reconciliación, cercanía (gesto de la paz, apretón de manos, abrazo entre el obispo y el ordenando en el rito de ordenación, etc.), fueron desterrados y se convirtieron en los gestos más peligrosos del momento.

Entonces, ¿qué es lo que impresionó tanto a la gente, que aquella Iglesia, en tan poco tiempo atrajo a tantos seguidores? Una agrupación de adeptos, que vivía un sentido comunitario tan fuerte, que unía a los individuos y a las familias más que por unos determinados ritos religiosos, sobre todo por una forma común de vida, como acertadamente dejó escrito Orígenes, esto fue decisivo, incluso determinante.

Las palabras que seguimos usando y las ofertas teológico-pastorales, que la institución eclesial está ofreciendo en este tiempo de crisis, responden casi exclusivamente a la cuestión de si los fieles están recibiendo –o no– la gracia sacramental. Seguimos anclados a una imagen de Iglesia que parece dueña de Dios, de su gracia y su perdón, y que solo pone más cargas en las conciencias de las personas, especialmente cuando nos vemos aislados por la pandemia y sin posibilidad de acercarnos con normalidad a un presbítero o congregarnos como asamblea.

Aunque no lo parezca, todo esto es totalmente contrario a la propia tradición de la Iglesia. Santo Tomás de Aquino sostuvo en su Suma Teológica que «la cosa significada por un sacramento se puede obtener antes de recibir este sacramento con solo desearla».

Lo que propongamos debe ser discernido a la luz de la eclesiología del Pueblo de Dios, en la que todos –obispos, clero, religiosos/as y laicos/as– somos iguales por el Bautismo. Debemos empoderar a cada uno/a en su hogar con los evangelios y no transmitir la idea de una institución eclesiástica que solo se preocupa por el mero cumplimiento de la asistencia o no a los oficios litúrgicos.

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