Vida consagrada

La vida consagrada hoy:
RENOVARSE o MORIR

Alejandro Fernández Barrajón, mercedario

Por suerte, la Iglesia es pluriforme, y la vida consagrada también y, frente a las tentaciones inmovilistas y las consignas de antaño, hay una Iglesia joven, viva, de vanguardia y martirial, que empuja, con la fuerza del Espíritu, a la Iglesia para que siga siendo «vino nuevo en odres nuevos».

Cambiamos nosotros. Nuestras células se renuevan sin cesar hasta dejarnos completamente nuevos biológicamente. Cambia la naturaleza, la climatología, la orografía. Todo se mueve constantemente interpelado por una llamada, por una extraña vocación de novedad y de encuentro.

Es, sin duda, la llamada a la perfección para el encuentro final con el Perfecto, el Padre de los astros, el Creador, y con su hijo Jesucristo, el que recapitula todas las cosas.

Detenerse es estancarse, debilitarse y morir. La muerte, tal vez, sea simplemente dejar de cambiar y detenerse para siempre.
Si algo parece evidente es nuestra condición de peregrinos. Siempre en camino. Si nos falta una meta, un ideal, una utopía, se nos paran los pies del alma y no sabemos hacia dónde dirigirnos, como turistas despistados que han perdido el rumbo.

Percibimos en nuestra sociedad, en nuestra Iglesia, y en la vida consagrada, síntomas turísticos. Estamos, pero sin saber muy bien dónde. Vamos de acá para allá sin encontrar nuestro lugar. Decimos –y así nos serenamos– que estamos en crisis.
Nos falta la hondura del peregrino que sueña con las torres de Compostela –yo he sido peregrino a Santiago y sé muy bien qué significa descubrir las torres de Compostela después de 800 kilómetros a pie–, la esperanza del palmero que sueña con Jerusalén o la ilusión del romero que sueña con la Ciudad Eterna.

Digo todo esto para partir de un lugar seguro: que somos eternos peregrinos, que no podemos dejar de serlo y que, por tanto, hemos de estar abiertos a la novedad, al cambio, a salir de nosotros y de nuestros albergues, para alcanzar cimas nuevas y horizontes de luz.

Con frecuencia nos viene la tentación de estancarnos, de quedarnos en algún lugar. Es la tentación más frecuente del peregrino. Todavía peor es la tentación del retorno, de la vuelta atrás; la misma tentación del pueblo de Dios por el desierto, que solo supo vencer por el anhelo de la tierra prometida, la de la libertad. Solo abandonando la seguridad del albergue llega el peregrino a Compostela.

En la Iglesia, en la vida consagrada, hay una tentación indisimulada por detenerse, por no seguir el ritmo de los tiempos ni el latido de la calle; incluso, por volver atrás, tal vez convencida de que los tiempos pasados fueron mejores: los de Egipto.

Foto por Lennon Caranzo, ssp

La vida consagrada está hoy de mudanzas: de una vida llena a una vida plena, de una vida segura a la inseguridad de las periferias, de una vida centrada y segura de sí misma a una vida dispuesta a desmontarse y a desaprender, de una vida instalada en la cátedra a una vida de discipulado y aprendizaje. Necesita salir de sus castillos de invierno y mirar al descampado de la vida que pasa, de los pobres, de todos los marginados de nuestro tiempo, de los excluidos por las manos de los ortodoxos.

Por suerte, la Iglesia es pluriforme, y la vida consagrada también y, frente a las tentaciones inmovilistas y las consignas de antaño, hay una Iglesia joven, viva, de vanguardia y martirial, que empuja, con la fuerza del Espíritu, a la Iglesia para que siga siendo vino nuevo en odres nuevos; para que se sienta peregrina y sueñe con llegar al santuario de Dios, que son los pobres, y los más pobres de los pobres que son los ricos cuando se fían de su riqueza. ¡Qué bien lo dice León Felipe!:

Ser en la vida romero,
romero solo que cruza siempre
por caminos nuevos.
Ser en la vida romero,
sin más oficio, sin otro nombre y sin pueblo.
Ser en la vida romero, romero…, solo romero.
Que no hagan callo las cosas ni en el alma
ni en el cuerpo,
pasar por todo, una vez, una vez solo y ligero,
ligero, siempre ligero.

Y termina mejor aún:

Sensibles a todo viento
y bajo todos los cielos,
poetas, nunca cantemos
la vida de un mismo pueblo
ni la flor de un solo huerto.
Que sean todos los pueblos
y todos los huertos nuestros.

Foto por Rachel Moore en Unsplash

Todo está en cambio permanente. La vida es dinamismo en acción.

Todo intento por querer parar el mundo es estéril.

Algunos de nuestros hermanos se asustan de los cambios que ha dado la vida consagrada desde el concilio Vaticano II. El susto sería aún mayor si supieran cuánto va a cambiar en los años próximos para estar a la altura de los tiempos y codearse con la modernidad si no quiere ser un disecado dinosaurio.

La vida consagrada tiene vocación de futuro y de permanencia porque es un don del Espíritu Santo con el que enriquece y adorna a su Iglesia. La vida consagrada no es un añadido en la Iglesia, pertenece a su identidad, a su santidad y a su misión. Por eso la vida consagrada estará siempre en la Iglesia allí donde haya un consagrado que esté firmemente apasionado por Jesús y por su Evangelio. No será de grandes masas, pero será de gente muy especial –ni mejor ni peor– con un deseo ardiente de ser totalmente de Dios y de los pobres.
En ningún lugar de la Escritura se dice que la vida consagrada ha de ser una inmensa multitud que nadie pueda contar, sino más bien que «son muchos los llamados y pocos los escogidos». Tal vez así, abandonemos la obsesión por el número de los que somos y nos adentremos en el bosque de una mayor fidelidad y entrega al Dios que nos ha convocado y que «al final de la vida nos va a examinar –como dice nuestro hermano consagrado Juan de la Cruz– solamente de amor».

Esto me lo enseñó una consagrada de «Villa Teresita», Mercedes, cuando me dijo, hablando de las vocaciones: «No importa que seamos pocos, lo que realmente importa es que, los que seamos, lo seamos de verdad y se note nuestra alegría porque lo somos». Y por aquí van los tiros de la vida consagrada de hoy. «Ser o no ser» sigue siendo la cuestión. No cuántos somos, sino cómo somos y cómo lo transmitimos.

Es verdad que hay pocos jóvenes en la vida consagrada en estos tiempos, pero algunos de estos jóvenes, que yo conozco, son de «pata negra» y esto me lleva a pensar que la vida consagrada de un futuro inmediato no será de grandes números, pero sí habrá en ella grandes personas, muy humanas, muy frágiles como somos los seres humanos, pero con una gran capacidad de empatía, de ternura y de compasión. Consagrados que saben llorar y no solo hablar, que saben darse y no solo dar, que saben recibir y dar ternura y misericordia. Como hicieron los santos.

Un nuevo estilo de vida consagrada se está abriendo paso en medio de la pequeñez y de la escasez numérica y solo tiene un peligro; un peligro que no viene desde fuera, sino desde dentro: que las instancias oficiales y nuestras instituciones caducas lo ahoguen por miedo o comodidad. La vida consagrada no tiene enemigos fuera de ella, están dentro, en su propia casa, en sus opciones de vuelo corto, en su mediocridad. Y esto lo sabemos todos, pero no acabamos de coger el toro por los cuernos, comenzando por la autoridad que ha renunciado a su imprescindible misión, más allá de lo puramente documental, para no crearse problemas, porque eso siempre es doloroso.

Foto por Shutterstock

Nos falta la hondura del peregrino que sueña con las torres de Compostela…, la esperanza del palmero que sueña con Jerusalén o la ilusión del romero que sueña con la Ciudad Eterna.

Ya he sabido de algunas valiosas iniciativas de algunos consagrados, preocupados por la cuestión vocacional, que han sido rechazadas por la autoridad competente. Unas iniciativas que, si son cosa de Dios, no habrá autoridad alguna que las pueda doblegar. Aparecerán más tarde, cuando las resistencias sean menores. Mientras tanto, tal vez sea un valioso tiempo perdido que ya no podrá recuperarse. Lo que volverá es el lamento y el arrepentimiento. La vida consagrada necesita hoy abrirse a la novedad y asumir el riesgo de lo imprevisto y del cambio si quiere encontrar nuevos cauces que la conduzcan a una nueva situación vocacional. Podemos estar en desacuerdo en muchas cosas, pero no en que si seguimos haciendo lo que estamos haciendo hasta ahora vamos a tener resultados distintos. Es de pura lógica.

Es tiempo de creatividad y de búsqueda y tenemos que encontrar nuevos lenguajes, iconos y expresiones de vida para llegar más y mejor a nuestro pueblo. Precisamente la vida consagrada ha sido siempre avanzadilla en creatividad y cercanía a las nuevas realidades de la vida. No ahoguemos los carismas que hay en nuestros hermanos en virtud de posibles peligros imaginarios. Todo lo que sea evangélico es de Dios y por ahí tenemos que transitar. El mundo juvenil y el de los descartados necesitan la levadura de la vida consagrada, no importa la manera en que les llegue.

Que no sucumbamos al temor al cambio y a la novedad que el Espíritu está suscitando entre nosotros.

La vida consagrada ha sido siempre una opción por el riesgo. Solo hace falta ver la vida de nuestros fundadores. Hombres de Dios, de riesgo y de entrega. Y tal vez sea este el ingrediente que le falta hoy al cóctel de la vida consagrada: ¡el riesgo! La historia de cada uno de nuestros fundadores, sea cual sea, es una apuesta valiente y decidida por el riesgo y la entrega de la vida sin límite. Y en esa pérdida lo han ganado todo.

Me he encontrado, en los últimos tiempos, con muchos consagrados, legión, que no están dispuestos ya al riesgo sino a la acomodación, jubilados antes de tiempo y, sobre todo, sin esperanza. Nadie va a apostar hoy por un lugar donde no se respira la esperanza desde lejos. Y la falta de esperanza es hoy la carcoma de la Vida Consagrada. Si, una vida consagrada cansada, domesticada, instalada, que ha renunciado a su capacidad profética solo sirve, como la sal sin sabor, para que la pise la gente, «¿a dónde iremos, Señor? Solo tú tienes palabra de vida eterna».

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