Mons. Cecilio Raúl Berzosa, Obispo misionero en República Dominicana

Pronto vamos a entrar en tiempo de Adviento para preparar la Navidad 2023. Adviento nos habla de preparar nuestro corazón a la llegada del Señor. De nuevo, está en juego la conversión.

Y no tanto la «gran conversión», como la del hijo pecador menor de la parábola, como la conversión «del hijo mayor», de quien se cree que ya está viviendo en la casa del Padre, y en realidad no es así.

Estamos muy acostumbrados a meditar so- bre el hijo menor de la parábola, como si fuera alguien extraño o lejano a mi persona. Muy pocas veces hemos meditado sobre lo que realmente somos la mayoría: el hijo mayor.

En la parábola original de Jesús, el hijo mayor representa a los escribas y fariseos: «Se acercaban a Jesús todos los publicanos y pecadores para oírle, y los fariseos y los escribas murmuraban [se quejaban], diciendo: “Este a los peca- dores recibe, y con ellos come”. Entonces él les refirió esta parábola…» (Lc 15,1-3). El hijo mayor es un retrato exacto de los judíos que, en tiempos de Jesús, no soportaban la idea de que un hermano gentil fuera partícipe de sus mismos privilegios o de que un hermano judío, califica- do «inferior o más pecador» que él, se pudiera convertir al cristianismo donde ellos ya estaban.

El hijo mayor sigue existiendo hoy; es muy actual. Es un hijo que, aparentemente, nunca dejó la casa de su padre. Representa a aquellos que han asistido a la iglesia toda su vida, con más o menos frecuencia, pero que nunca han experimentado la conversión verdadera, el verdadero encuentro con el Señor.

Como leemos en los versículos del 25 al 28: «Y su hijo mayor estaba en el campo; y cuando vino, y llegó cerca de la casa, oyó la música y las danzas… Entonces se enojó, y no quería entrar. Salió por tanto su padre, y le rogaba que entrase», hijos mayores somos todos aquellos que hemos crecido con un catolicismo «de nombre» (nominal), pero que aún no estamos en un proceso serio de conversión, que no estamos convertidos.

En dichos versículos contemplamos hasta cinco realidades:

Primero, él estaba en el campo (Lc 15,25). Él no estaba en la casa. Él estaba en el campo. En otra parábola Jesús dijo: «El campo es el mundo» (Mt 13,38). El campo representa al mundo. Son aquellos que sí han estado físicamente en la igle- sia durante muchos años, pero en realidad están más en el campo, en las cosas del mundo; intere- sados, sobre todo, en las cosas de este mundo: ganar buen dinero y ser rico en los negocios, dis- frutar de la buena vida y divertirse…

Aunque practican, incluso los domingos, su corazón aún le pertenece más al mundo que a Dios. Ni siquiera se han tomado en serio la vida de oración. Su presencia es de prácticas exteriores en la iglesia, pero no tienen una comunión interior con Dios. Así era el hijo mayor de la parábola: él nunca había abandonado físicamente, ni por largo tiempo, su casa; pero estaba cerca de su Padre. Aunque nunca se había ido de casa, su corazón estaba distante del de su padre; no ha- bía cordialidad. Estaba tan alejado de su padre como su hermano menor lo estuvo.

Segundo, él llegó cerca de la casa (Lc.15,25). Cuando llegó del campo, se acercó a la casa, pero no entró en ella. No hay que confundir, por lo mismo, llamarse católico o ir a la iglesia con ser verdadero católico de corazón o participar en la comunidad eclesial.

Tercero, él escuchó la música y las danzas (Lc 15,25). En la parábola hay un gran gozo y felicidad por un pecador convertido. Pero el hijo mayor no deseaba participar de esa misma ale- gría; se quedó, una vez más, fuera.

Cuarto, se enojó y no quería entrar (Lc 15,28). El hijo mayor no solo se quedó fuera, sin participar de la alegría de la fiesta; le inva- dieron, al menos dos sentimientos: por un lado, «mi padre no es justo; ese hermano perdido no merece esta fiesta». Por otro lado, su corazón repetía: «Ya veremos lo que dura esta alegría. Muy pronto, volverá a caer… ¿Para qué emocionarnos con su regreso?»… En breves palabras, ¡el hijo mayor no creía en la conversión de su hermano! Qué tristeza y qué pobreza: se quedó fuera y, además, enojado, porque no creía en el cambio de vida de su hermano…

Quinto, su padre lo llamó para que entrase (Lc 15,28). El Padre Dios espera y recibe, por igual, a los dos hermanos alejados de casa. Aunque tú no quieras ir, el Padre sale a nues- tro encuentro y nos ruega que entremos en su casa. ¡Dios nos ruega! Dios nos implora y su- plica; nos llama a entrar en su casa para recibir la salvación que amorosa y gratuitamente nos ofrece. Él nunca deja de amarnos: «El que tie- ne sed, venga; y el que quiera, tome del agua de la vida gratuitamente» (Ap 22,17)… «Venid a mí, todos los que estáis cansados y agobiados, que yo os aliviaré» (Mt 11,28).

Hasta aquí, la actitud del hijo mayor de la parábola que, repetimos, sigue siendo actual.

Alargo dicha parábola en dos direcciones: una, la insinuada por H. Nouwen, cuando afirma que, a veces, somos hijos mayores cuando, convertidos, no dejamos crecer a los hermanos o nos apropiamos de todo el protagonismo en la co- munidad, creyéndonos protagonistas siempre, dueños de la comunidad, y con todos los derechos. Porque nosotros somos diferentes y los dueños de la comunidad. Somos, como afirma el papa Francisco, verdaderos controladores… La otra reflexión, apuntada por el cardenal R. Cantalamessa, nos lleva a Jesucristo, nuestro Hermano Mayor que se hizo hermano menor, asumiendo nuestra miseria y pecado. Es un hermano mayor muy diferente al de la parábola. Se hizo grande sirviendo y haciéndose el menor de todos (kénosis).

Concluyo con otras dos anotaciones: por un lado, en nuestras vidas siempre estamos nadando entre los dos hijos, el mayor y el menor. Con el drama de vivir fuera y alejados de la casa y del corazón del Padre. Por otro lado, el Señor siempre nos pide la conversión since- ra del corazón; bien seamos hermano menor o mayor. Así nos lo pide en este tiempo de Ad- viento, y así nos lo enseña la siguiente historia atribuida a san Jerónimo: el joven novicio san Jerónimo se encontraba casi desesperado. Se sentía que iba como a la deriva, sin timón en medio de las tempestades interiores. Estaba muy desanimado y se preguntaba qué había hecho mal… Se encontró con un crucifijo en las ramas de un árbol. Jerónimo al verlo, de rodillas, se golpeaba el pecho. En aquel momento, Jesús le habla:

–Jerónimo, ¿qué me puedes ofrecer que sea valioso?

–La soledad en la que vivo, respondió.

–¿No tienes nada más que ofrecerme?…

–Sí, los ayunos, el hambre, la sed, los sacrificios…

–¿No tienes nada más?…

–Sí, Señor, todo lo que considero que son buenas obras en mi vida… Creo que ya no tengo más que ofrecerte…

Jesús le replicó con ternura: «Jerónimo, te has olvidado de algo muy importante: dame tus pecados para que pueda perdonártelos»