Los 100 años de

san JUAN PABLO II

José Antonio Varela Vidal, periodista

En medio de las acciones mundiales para salvaguardar la vida humana frente al covid-19, se conmemoró, el 18 de mayo, una fecha trascendente: el centenario del nacimiento de san Juan Pablo II, lo que ha dado inicio a un año jubilar de celebraciones.

Los católicos y muchos en el mundo lo recuerdan como alguien que tuvo siempre un mensaje orientador para los hombres y mujeres de su tiempo, especialmente, en lo referido a la protección de todas las etapas de la vida humana. Y también porque lo hizo hasta el final, hasta que no pudo más…

«Con la fuerza de un gigante», describió el papa emérito Benedicto XVI este largo pontificado de 27 años, durante el cual reivindicó la esperanza del hombre en Cristo, «con una tendencia irreversible» que nadie pudo detener. Fue algo que no consiguieron frenar ni las balas, ni la censura y, menos aún, su larga enfermedad.

Proclamó beatos al P. Santiago Alberione y al P. Timoteo Giaccardo. Asimismo, declaró venerables a cuatro de los cinco frutos de santidad paulina, cuyas causas de canonización están aún abiertas en el Vaticano a la espera del milagro patente.

Son memorables los discursos que dirigió a los hijos e hijas de Alberione al finalizar los Capítulos Generales celebrados en Roma. En estos les confirmaba con fe acerca de la necesidad que tenían el mundo y la Iglesia de su carisma y apostolado.

El papa san Juan Pablo II fue el 264 sucesor de san Pedro y dirigió la Iglesia  por 27 años (1978-2005). Foto por Shutterstock.

Juan Pablo Magno

Es evidente que el papa Wojtyla utilizó su posición y su experiencia para impregnar las culturas con la naturalidad y la convicción de su ser cristiano, con un auténtico celo por la casa de Dios.

¿Por qué sus actividades se convirtieron en los sucesos más multitudinarios del planeta? y, ante su muerte, ¿por qué fue tan llorado? o, en sus exequias, ¿acaso no fue el más aplaudido, mientras se pedía su canonización inmediata?

Digamos que todo esto sucedió porque animó y sostuvo a los cristianos –libres o impedidos de expresar su fe–, a través de aquel llamado inicial: «¡No tengáis miedo!».

Su discurso llenó al mundo de valentía, porque esa voz provenía de alguien que había sentido miedo frente a la persecución de dos dictaduras, en las cuales vio de cerca la carestía, la clandestinidad y el temor al Estado. Nadie olvidará que hasta al papado llegó un obispo venido de lejos, probado en su fe, cuyos estudios eclesiásticos debió hacerlos desde las catacumbas. Sería en medio de esas privaciones, desde donde se erguiría como artífice de la paz y la libertad en su natal Polonia.

El día de los cuatro papas. El papa Francisco junto con el papa-emérito Benedicto XVI en el día de la canonización de los papas Juan Pablo II y Juan XXIII. Foto por Vatican News.

Los católicos y muchos en el mundo lo recuerdan como alguien que tuvo siempre un mensaje orientador para los hombres y mujeres de su tiempo.

Durante los años de pontificado dejó un legado conformado por catorce encíclicas, quince exhortaciones apostólicas y cientos de mensajes, cartas y discursos a la humanidad. Entrañables fueron sus cartas a los niños, a las mujeres y a las familias, solo por citar algunas.

A esto hay que sumarle –entre otras innovaciones–, el Código de Derecho Canónico vigente, el Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, así como el Catecismo de la Iglesia Católica y las Jornadas Mundiales de la Juventud (JMJ), de las cuales es su indiscutible patrono.

Un hombre de diálogo

Con esa autoridad bien ganada pudo hablar, alzar la voz y reclamar en casi todos los idiomas conocidos por las diversas culturas. Tuvo un liderazgo de servicio, que le permitía retomar la senda del diálogo e invocar la tolerancia hacia las minorías étnicas o religiosas. A él, no lo han elevado a los altares solo en tanto papa sino, principalmente, en cuanto fue un hombre valiente, sacrificado y tenaz al proponer la fe en la que creía.

Habemus papam. La elección del Cardenal Karol Wyjtola de Polonia como el nuevo papa Juan Pablo II el 16 de octubre de 1978. Foto por Vida Nueva.

Para alcanzar aquello, varios testigos aseguran que san Juan Pablo II rezaba día y noche, una costumbre de la que no se alejó nunca, ya que cuando más enfermo estaba, ¡más se arrodillaba!

Siempre habló a la mente y al corazón sin medias tintas; para eso, aprendió lenguas difíciles y lejanas, a fin de comunicarse mejor en sus viajes al África, Asia, Oceanía o América Latina. Justamente este último lugar, al que él mismo llamó el «Continente de la Esperanza», sintió su cercanía y presencia en las asambleas del Celam de Puebla (1979) y Santo Domingo (1992), que luego devinieron en importantes documentos orientadores.

Hoy se puede constatar que todo lo que aportó a su tiempo, lo hizo sin violentar ninguna cultura, ni credo, ni menos aún, a alguna raza. Lo obtuvo de manera intuitiva, como quien sabe dejar la huella de Dios en todo ser y cultura que se abre al Creador, y que acepta purificarse por medio de un evangelio que libera y reconcilia a la vez.

Animó y sostuvo a los cristianos –libres o impedidos de expresar su fe–, a través de aquel llamado inicial: «¡No tengáis miedo!».

Esto se cristalizó en sus cientos de viajes, mediante los cuales dejó para la posteridad mensajes, imágenes, cantos en su honor, estadios y plazas perennizadas, universidades y seminarios, coronados todos estos con su escudo, que llevaba de modo filial la M de María.

Junto a ello, el mundo lo seguirá recordando como aquel que pidió perdón por los excesos de la Iglesia y reivindicó a Galileo. Entretanto, abría un espacio fresco al magisterio medioambiental, lo que abonó de modo favorable para que los esfuerzos del papa Francisco dieran la certeza de la continuidad.

Las reliquias del santo se veneran hoy en un altar lateral de la Basílica de San Pedro en el Vaticano. Allí lo visitan diariamente cientos de fieles, para encontrarse con su «papa amigo».